Descubre la emotiva historia de Esteban y su hija Stephanie, un dúo inspirador que enfrentó los más terribes desafíos con la mayor valentía y el más increíbe optimismo. Escrita por @ibaifernandezec para el #blog de Fattaché 💪🌟 #Inspiración #SuperaciónPersonal
Desde Fattaché nos enorgullece presentarles una nueva y emotiva serie de artículos que busca compartir historias inspiradoras y significativas que puedan enriquecer la vida de nuestros apreciados lectores.
Hoy inauguramos esta especial sección con un relato excepcional, protagonizado por un verdadero héroe de la vida real, cuya historia de valentía y optimismo nos ha conmovido profundamente, especialmente a Ibai Fernández, nuestro director de marketing y comunicaciones, quien ha desempeñado un papel fundamental al descubrir y compartir esta emotiva historia.
A través de su pasión por el fitness y el bienestar, así como gracias a su experiencia como coach filosófico, generador de contenido y nómada digital, Ibai nos ha brindado la oportunidad de conocer a Stephanie y a su padre, Esteban, dos personas excepcionales que nos enseñan una lección inigualable sobre la fortaleza y la esperanza en los tiempos más difíciles.
En este relato, las declaraciones de Stephanie a Ibai nos llevan de la mano a través de la vida de su padre, quien enfrentó un diagnóstico desalentador con una valentía y determinación dignas de admirar. En lugar de dejarse abrumar por la adversidad, este valiente hombre eligió vivir cada día con pasión y optimismo, demostrando que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay luz y esperanza para aquellos que se atreven a enfrentar la vida con una sonrisa en el corazón.
Con este nuevo enfoque en nuestro contenido, esperamos seguir compartiendo historias de inspiración y valentía que resuenen con toda nuestra Comunidad Fattaché.
Sin más preámbulos, les presentamos con gran emoción Un héroe de la vida real: de la adversidad al triunfo, el primer capítulo de esta significativa serie que estamos ansiosos por desarrollar y compartir con ustedes en el futuro.

Déjame contarte contarte al respecto de Stephanie. Stephanie me habló de su padre y de lo muy orgullosa que está de él.
Su padre falleció el viernes. Concretamente cinco minutos antes de la medianoche que daba comienzo al sábado 22 de julio de 2023. Para Stephanie, su padre era su héroe, su Superman particular… pero el viernes a la noche dejó de serlo. Stephanie no sintió tristeza, sino alivio. Un alivio que por fin la inundaba después de haber visto a su padre pelear durante tres interminables años contra un glioblastoma (cáncer cerebral) que le fue diagnosticado en 2020. Todos los especialistas de la salud que le vieron le vaticinaron 6 meses de vida «como mucho». Una miríada de estadísticas sombrías y la descripción de cómo su cuerpo se iría apagando lenta y dolorosamente le acompañaron desde el día de su primer diagnóstico. Le esperaban, de acuerdo a los médicos, seis meses (o menos) de puro infierno terrenal.
Pero el padre de Stephanie — nos cuenta ella— escuchó toda aquella tragedia con la máxima de las parsimonias y, salidos del hospital, tomó la mejor decisión que pudo haber tomado: no hacer ni el más mínimo caso. En lugar de esperar la muerte, se aferró al optimismo… y se dedicó a vivir.
Ojo, que por supuesto que siguió el consejo de los médicos; lo que no hizo fue someterse a sus vaticinios. En su lugar, se sometió a cirugía cerebral y recibió quimioterapia y radioterapia. Después de los tratamientos, para probarse a sí mismo su capacidad de vida, entrenaba en el gimnasio del barrio o salía a caminar hasta que las piernas no le aguantaban.
Ajustó su dieta ayudado por su esposa —la madre de Stpehanie—, quien tomó la determinación de convertirse en su chef personal, cocinando todo desde cero con los alimentos más puros, sanos y saludables que estuvieron a su alcance.
De repente, Esteban —el nombre del padre de Stephanie— era un hombre con una misión. Y su misión no era era solo «ganar tiempo»; era ganar calidad de vida y aprovechar al máximo cada uno de los días que fuera que le restaban sobre la Tierra.
En lugar de prepararse para el final, decidió cumplir algunos sueños. Con permiso de su familia, liquidó la mayor parte de sus ahorros y decidió invertirlos en un viaje alrededor del mundo que le permitiera hacer lo que más le gustaba: escalar montañas, nadar en la playa y practicar actividades como el yoga y el ciclismo enduro. Stephanie recuerda con emoción como «ninguna de dichas opciones estaba dentro de las recomendaciones médicas».
Durante tres años, la muerte vivió sobre los hombros de Esteban. Pero, en lugar de sentirla como una carga indefectible, mi padre decidió tomarla como una fuerza que lo levantaba del suelo: cada día que pasó entrenó más duro, caminó más lejos y comió más y más; eso sí, muy saludablemente.
Hizo lo imposible… solo porque creyó a cada uno de sus pasos que era posible.
Hasta que llegó el momento en el que el cáncer le quito la capacidad de usar su brazo derecho. Incólume ante el hecho, Esteban se concentró en entrenar su brazo izquierdo para poder suplir la ausencia de actividad del derecho. A sus 68 años, Esteban decidió que sería capaz de aprender a escribir con su brazo no dominante… y lo consiguió.
No satisfecho con ello, el cáncer le quitó la visión de su ojo izquierdo, pero —nos cuenta Stephanie— su padre siguió haciendo lo que más le gustaba hacer cada noche: leyendo historias de detectives.
Y, más allá, llegó el momento en el que el glioblastoma que sufría impidió a Esteban poder caminar o bañarse solo. Y aunque odiaba tener que hacerlo, hizo lo que determinó más valiente: pedir ayuda.
Pero a expensas de tener que hacerlo, a expensas de tener solo un brazo y un ojo y ninguna posibilidad de moverse, una hubo algo que el padre de Stephanie nunca hizo: quejarse. Ni una sola maldita vez.
Y eso que las visitas de su padre —el abuelo de Stephanie— no eran de lo más agradable ya que, también enfermo, no hacía más que lanzar sobre su hijo toda una diatriba al respecto de no haberse sabido cuidar debidamente, habida cuenta de que el padre de Esteban cumplía ya los 95 años de edad con algo que aun podía definirse como una «relativa salud de hierro». Pero —cabría que dijéremos— el padre de Esteban —el abuelo de Stephanie— tuvo la suerte de no tener que ver morir a su hijo, llegándole a él el turno de su fallecimiento unos meses antes de lo que le llegaría a Esteban.
No fue la de su padre la única visita que Esteban recibió en su convalecencia final antes de que la Parca se lo llevará bajo su manto: sus cuatro hermanos —tíos de Stephanie— lo visitaron lo más posible, tanto en el período en el que aun luchaba por caminar y hablar… como cuando ya Esteban no pudo hacerlo. Y con el derecho a réplica revocado por el tumor que se había instalado entre sus hemisferios cerebrales, había de escuchar a sus hermanos versar sobre lo «injusto» de su situación.
Esteban, en un alarde de entereza y con lo más parecido a una sonrisa que, dadas la s circunstancias, podían esbozar sus labios, tomó el lápiz y el papel que le servían como todo medio de comunicación posible y con la movilidad que le quedaba en su brazo izquierdo —el no dominante, al que había tenido que enseñar a escribir a la edad de 68 años— escribió esto:
El cáncer no es «injusto». Si acepto eso, acepto que mi vida también lo fue. Amo mi vida. Les amo a ustedes. Odio la enfermedad. Pero eso no anula mi vida. No siento lástima por mí. ¿Por qué vosotros sí?

Cuando terminó de escribir ese texto —que no fue el último que escribió— no le restaba más de una semana de vida. Fue momento de llevarlo de casa al hospital, donde Stephanie le guardó compañía hasta el muy último momento. En esos 7 días, su padre le preguntó por otra de sus grandes pasiones: el fútbol. Solo quería saber cómo le iba a su equipo favorito. Quería saber si sería posible que su hija cambiara el titular del abono de temporada que ambos habían disfrutado juntos durante años. Y eso —recuerda Stephanie— que nuestro equipo, en más de 15 años, no fue nunca capaz de subir más allá de la mitad de la tabla de clasificación.
La visión del padre de Stephanie —su VISIÓN, con mayúsculas—, incluso en esos últimos 7 días de su vida, no incluyó nunca a la muerte. Incluso en esa semana, él seguía escribiendo —porque hablar no podía— de ir a escalar algunas de las montañas que siempre había querido escalar, visitando algunas de las playas que no había logrado aun visitar… y esperando que su equipo subiera más allá de la posición media de la tabla de clasificación. Montañas se quedaron sin escalar, mares de playas se quedaron sin haber sido nadados, su equipo favorito aun hoy no consigue escalar más allá de la mitad de la tabla.
Pero la visión del padre de Stephanie lo llevó más allá, mucho más allá, del diagnóstico o vaticinio de cualquier médico.
Y aunque ninguno de ustedes haya conocido nunca al padre de Stephanie, han de saber lo que se refleja en los ojos de su hija: que amaba tanto la vida que nunca consideró la muerte. Y que, para él, su enfermedad no era sino otro obstáculo más de los que vida te pone en el camino, de los que superamos muchos cada día… y que, como tal, cabía la posibilidad de que él también pudiera superarlo… aunque no fue así.
El padre de Stephanie exhaló su último aliento el viernes por la noche. Y en el último texto que logró escribir, con las máximas dificultades, a Stephanie, dejó dicho esto:
Termina lo que sea que comiences. Como mujer, como esposa, como madre, como amiga y como profesional. Lo que haces es importante. Nunca lo olvides. A este mundo solo le hace falta una cosa y de eso tú tienes de sobra: optimismo. Y no te limites. ¿Dónde estaríamos ahora si me hubiera limitado yo? Desde luego no pasándolo tan bien.

Después de escribir eso torció la boca en lo que era una inequívoca sonrisa de orgullo, soltó el lápiz y se preparó para irse.
El padre de Stephanie convirtió su visión en realidad permaneciendo optimista, apostando por sí mismo y apreciando cada día como si su vida dependiera de ello… y resultó que llevaba toda la razón.
Stpehanie nos cuenta que esperó a que su padre hubiera muerto para decirle lo muy orgulloso que estaba de él, no porque no lo sintiera con anterioridad, sino porque no le constaba con total claridad que su padre era consciente de ello y que no quería ni necesitaba escucharlo. Pero Stephanie sí necesitaba escuchárselo decir a sí misma y, aunque entre lágrimas, lo dijo con la mayor de las alegrías.
Stpehanie nos cuenta que una vez salió del hospital y se montó en su carro, le agradeció a su padre lo que no creyó nunca que agradecería a nadie: una condena, en este caso, a la vida. A vivir cada día como si fuere el último. A aprovechar cada segundo como lo que es: un instante que se va y que no va a volver. Un momento en el que en lugar de estar enfadados con nosotros mismos o con las supuestas «injusticias» de la vida, mostremos el mayor de los optimismos porque no hay ninguna de esas injusticias que no represente sino un obstáculo «de esos de los que la vida nos pone mil por delante cada día… y que cada día tenemos que encontrar las formas de superarlos».
Aprende a vivir. Condénate a ello. No esperes que sea la presencia del final de tu final la que te obligue a disfrutar una vida que puedes comenzar a atesorar desde hoy mismo.